Como todos los miércoles, el tren Longitudinal Norte se detiene jadeante. Es raro que alguien baje en esa estación, pero esa tarde lo hace el pajarero. Su llegada no pasa inadvertida; allí está el grupo de amigas que acude a observar semanalmente quiénes serán los amantes que huyen esta vez, allí los niños que lo siguen como si fuera un árbol lleno de a ves, allí el odiado jefe de la vigilancia, quien ha sido informado de un mercanchifle anarquista que promueve la insurrección en la pampa.
Era triste la oficina Desolación. Triste como su nombre. Ni siquiera tenía una banda de músicos que tocara retretas los domingos por la tarde como en las demás salitreras.
En El vendedor de pájaros Hernán Rivera Letelier lo hace de nuevo: conmueve a los lectores a través de su singular prosa, mostrando una nueva faceta de la vida en las salitreras. En esta ocasión, nos muestra a un grupo de mujeres entrañables, heroínas anónimas como tantas nortinas que lucharon hasta dar la vida por su dignidad y la de los suyos.
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